El mundo que me toco vivir.

Crecí en un lugar en el que podías confiar en las personas, en el que era fácil creer y vivir, crecí cobijada por los brazos de mi abuelo, podría resumir con eso todo, pero se perderían toda la magia que hubo en crecer a su lado, mi abuelo fue el más extraordinario ser que mis ojos y mi alma han visto jamás.

Vivíamos en una ciudad pequeña, a la que muchos aún llaman «pueblo bicicletero», pero en el encontraba todo lo necesario para ser feliz. Mi abuelo me enseño desde muy pequeña que existían dos mundos, el que todos veíamos, en el que vivíamos, un mundo por cierto bastante agradable a mi parecer, y estaba el otro mundo, lleno de seres fantásticos, animales que hablaban, bolas de fuego, brujas, fantasmas y cosas que uno jamás hubiera imaginado que podían existir, pero mi abuelo creía en todo eso, y con la confianza y la emoción que sentía al contar sobre ellas, me hizo creer a mi también.

Pero ahora quiero hablar del mundo en el que me toco vivir a mi, alejada de todos esos seres misteriosos, pero cercana a otro tipo de seres, que a lo largo de mi vida no me he vuelto a encontrar. Mi abuelo creía firmemente en la vida con propósito, todos venimos a este mundo a cumplir con algo, una linea de vida diseñada por Dios, el suyo era ayudar al prójimo, no importaba de donde venían, mujeres, hombres o niños, todos eran bienvenidos y todos eran hijos de Dios, todos eramos como decía mi abuelo, hermanos y había que protegernos, cuidarnos y amarnos, era difícil entender a esa edad como amar a un ser extraño, ajeno a tu familia, pero aprendes rápido cuando puedes ver el ejemplo, y el era un gran ejemplo.

Mi casa era conocida por todo el pueblo, sabían que si tenían hambre, sed, frío o sentían soledad, ahí podrían ser atendidos, no importaba si te encontrabas en situación de calle o gozaras de tener un hogar al cual llegar, todos en un momento necesitan ayuda, ya sea comida, cobija, o un hombro en el cual llorar, y al parecer todo eso lo tenía mi abuelo. En ocasiones tocaban a la puerta pidiendo algo que comer, y todos sabíamos que hacer, compartir lo que había era nuestro deber, pero si corrían con suerte y mi abuelo se encontraba en casa, los hacía pasar y sentarse a la mesa y compartía lo que había incluso un pequeño lugar dentro de la familia.

Mi abuelo siempre pensaba en grande, cuando se trataba de ayudar al prójimo, y sabía que la casa no sería suficiente, así que no tardo mucho en poner en marcha la realización de sus sueños, y con ayuda de varia gente del pueblo construyo un hogar, y digo hogar, por que más que un techo en el cual dormir, o más que un alimento del cual gozar, en ese lugar encontrabas la paz, pudiera citar algún ejemplo en especial, alguna historia de las tantas que se vivieron ahí que podría hacer su corazón vibrar, pero creo que la propia historia de su existencia vibra de todas las maneras posibles, mi abuelo llamó a este hogar «la casa del peregrino», en los años que me toco de historia la vi crecer poco a poco, de tener tan solo un comedor a tener cuartos, capilla, consultorio médico alberca para los niños y hasta un huerto, mi abuelo tenia un sillón colocado en un área del terreno al cual llamó «el pensador» desde ahí podía observar todo el lugar, y era ahí donde se le ocurrían las nuevas cosas a realizar.

Vi llegar a la casa del peregrino a un montón de gente, desde ancianos a los cuales recogían mis tías de sus casas o de la calle y llegaban ahí a pasar el resto del día, hasta adultos que habían perdido todo, incluso sus familias, jóvenes buscando como decía mi abuelo enderezar el camino, madres solteras y un monton de niños con las caras chorreadas y sonrisas sinceras. La casa del peregrino ofrecía cobija, alimento, amor, fe y esperanza, y también ofrecía alegría, fiestas para toda ocasión, desde el día del niño, hasta e día del anciano, todo lo que buscabas se encontraba ahí, en esa gran promesa de Dios. Que maravilla era vestirse de payaso para la fiesta del día del niño, o coronar a la reina de las viejitas el día del anciano, o recolectar juguetes, cobijas y piñatas para las fiestas de Navidad.

Era tan solo una niña en aquella época, muchas cosas no entendía, y otras tantas desconocía, pero que maravilla era amar por amar, por el hecho de ser una inmensa familia, que dicha el poder compartir, las alegrías, las tristezas, el poder festejar grandes y pequeños del placer de estar vivos, que maravilla era amar sin importar la edad, la raza o el genero, que dicha la de compartir lo mucho o lo poco, sabiendo que nunca te quedas vacío,  y ese fue el mundo en el que me tocó vivir, cobijada por los enormes brazos de mi abuelo, si ahora creo en los cuentos de hadas, se lo debo a el, que más allá de contarme uno, me hizo vivir en uno.

Faan.

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